Hace mucho, mucho tiempo, los dioses se reunieron para decidir que gracia otorgarían a los hombres, que, por su buena actitud ante la vida, mereciesen un preciado regalo. Conociendo a los mortales hablaron de tesoros inigualables, pero todos ellos eran en realidad, cosas efímeras que en algún momento podían destruirse, desaparecer o ser robadas, y entonces sus dueños pasarían a vivir en la penumbra de la desolación. Esa no podía ser la grandiosa donación que querían hacer a la humanidad. Debía ser algo extraordinario, algo que fuera personal, y que beneficiase a quien lo tuviera, pero que de igual modo pudieran poseerlo todos aquellos que lo hubieran merecido.
Entonces se les ocurrió crear la felicidad. Y vieron en ello algo grandioso. Pero los hombres debían ganárselo. Así pues, las deidades pensaron en esconder la semilla diamantina de la felicidad en el lugar más inaccesible para los mortales.
Un dios opinó que debería ocultarse en la cumbre de la montaña más alta del mundo, pero todos se apresuraron a decir que el ansia conquistadora de los guerreros humanos les llevaría a ascender hasta la cima, de manera que la encontrarían sin gran esfuerzo. Otros dioses hablaron de la selva más recóndita, y de las profundidades del océano, pero ninguno de esos emplazamientos parecía inalcanzable. Por fin se pusieron de acuerdo en guardar la semilla de la felicidad en el interior del alma humana. Porque dijeron que: “será el último lugar en el que se les ocurra buscar, y será su perseverancia y su férrea voluntad las que les llevarán a encontrarla”.
Porque seamos sinceros, ¿qué es lo que más deseas en este mundo?
Para esta pregunta hay infinitas respuestas que están directamente relacionadas con nuestros anhelos más profundos. “Ser una persona de éxito”, “que mi pareja sea más cariñosa conmigo”, “que mi hijo vaya a la universidad”, “que me renueven el contrato en mi empresa”, “que mis amigos me acepten como soy”, “sanarme de mi enfermedad”, “conseguir ese ascenso tan buscado en mi trabajo”, “ganar más dinero”, “viajar por todo el mundo” … Y si tomásemos cualquiera de las respuestas, y la desentrañásemos como el que tira del hilo de un ovillo hasta llegar al origen, continuaríamos argumentando un montón de situaciones que, de manera directa o indirecta, harían que nos sintiésemos alegres, confiados, motivados y vivos.
Porque lo que de verdad deseamos es ser felices, ser capaces de disfrutar en armonía lo que tenemos y lo que somos en el instante presente, pues solo en el ahora palpita la vida, que se satisface con lo que se es en ese momento, sin quejas, ni añoranzas por lo que no se ha alcanzado. Y esa felicidad la sentimos aún más plena, cuando la compartimos con los demás.
Nos demos cuenta o no, todo lo que hacemos y vivimos nos lleva a la búsqueda de esa plenitud gozosa, que le da sentido a nuestra vida.
Lo que ocurre es que casi siempre buscamos fuera de nosotros aquello que la sociedad de consumo nos ha dicho que nos da bienestar, y así amontonamos cosas, bienes, personas, experiencias, títulos, éxitos, que muchas veces, más que vivirlo en su verdadera intensidad, lo engullimos.
Sin embargo, quien transita el camino de la felicidad anda ligero de equipaje, sin apego a las personas o a las cosas, algo que no resulta fácil de aprender, porque se necesita verdadero coraje para buscar en tu interior tu propia grandeza. Descubrir quién eres, tomar conciencia de tu luz, te da la libertad para fluir y te conecta con la Conciencia suprema.
Llegados al punto de interconexión divina con la mente, el corazón, el cuerpo y el alma humana, surge el fogonazo de la auténtica alegría, que al irradiarse nos sana, transforma nuestra vida y nos da fortaleza y poder.
Cristo lo dijo: “Busca primero el reino de los cielos y todo lo demás te será dado por añadidura”. Porque como Él mismo explico, “el reino de Dios está en tu interior”. De manera que, si buscamos la plenitud interior como objetivo prioritario, todo lo demás nos será otorgado como parte de ese gran regalo que es la abundante felicidad que DIOS tiene para cada uno de nosotros.
Así viviremos alegres, en un estado de conciencia en armonía, que determinará de manera positiva como percibimos y experimentamos el mundo. Y la felicidad dejará de estar sujeta a personas o situaciones externas, esto nos permitirá vivir con plenitud en medio de las turbulencias y las preocupaciones cotidianas.
Cuando esa manifestación de alegría y de felicidad se expresa en el día a día, adquirimos la fortaleza para superar las adversidades desde la serenidad, la confianza, la fe y el amor; cuando nos liberamos del miedo, y logramos el coraje para actuar más allá de nuestras limitaciones, entramos en “Estado de Gracia”, como lo definen algunas tradiciones espirituales. Es el momento de la esencia manifestada, y en esa condición, todo el Universo confabula a nuestro favor, para que los milagros sean posibles.
Un abrazo
Sara